Editores en el exilio: el viaje de ida y vuelta
Un ciclo con libreros, distribuidores y escritores subraya la influencia de las editoriales latinoamericanas en la posguerra
La guerra, el exilio y la censura no pudieron con ellos. Había intelectuales, técnicos, empresarios, profesores, editores, distribuidores, escritores, y eran tipos con casta y conciencia que no se arrugaron nunca, ni siquiera tras la derrota que hizo trizas su país, lo aisló
-o lo tibetizó, según Ortega- y despedazó su envidiable panorama cultural.
Muchos se fueron a México con Lázaro Cárdenas; otros, menos, a Argentina. Y allí no sólo conservaron el legado que llevaron (la "voz" de la que habló León Felipe) y contribuyeron a mejorar los países que los acogieron. A la vez, se las arreglaron para crear y mantener lazos secretos con España, para atravesar el océano y las aduanas y los despachos de los censores franquistas y hacer llegar al páramo, ida y vuelta, el resultado de su trabajo: los libros.
Esta pequeña gran historia de valentía y esfuerzo, pedagogía y compromiso, respeto a la cultura y patriotismo bien entendido se ha contado desde el miércoles en la Casa de América de Madrid. El ciclo Una pedagogía secreta de la libertad. La labor de las editoriales españolas durante la posguerra española, que ha dirigido Antonio Lago Carballo y ha coordinado Nicanor Vélez, se cerró ayer con dos sesiones en las que participaron Francisco Pérez González, Javier Pradera, Mario Muchnik, Enric Folch y Poppy Grijalbo, hija del mítico editor comunista Juan Grijalbo; y ha oído también la palabra de, entre otros, Francisco Ayala, Ana María Cabanellas, Xavier Moret, Antonio Sempere, Elena Aub...
Pradera contó ayer cómo los sellos de la otra orilla (Edhasa, Fondo de Cultura Económica, Losada, Sudamericana, Emecé, Era, Siglo XX, Grijalbo...) ayudaron decisivamente a despertar las conciencias y alentar "la discrepancia moral y estética" y la ruptura con el régimen franquista de una minoría de "jóvenes sensibles", casi todos ellos "hijos de los vencedores, universitarios socializados a base de categorías nacional-católicas o falangistas más o menos fanáticas y totalitarias".
Esos jóvenes habían estado sometidos durante el "quindenio 1940-1945 (según dijo Pradera tomando el término de Jordi Gracia) a una dieta intelectual de campo de concentración". Y si lograron sacar la cabeza fue, añadió, gracias sobre todo a "las editoriales del exilio y a algunos importadores y distribuidores heroicos como Pancho Pérez, Oteiza, Pepe Latorre, Rufino Torres...".
"Con ellos empezamos a saber de Alberti, Américo Castro, Sánchez Albornoz, Sartre, Camus...", dijo Pradera. "Y gracias a Grijalbo, FCE o Edhasa pudimos leer a Gabriel Jackson, Hugh Thomas, los marxistas ortodoxos...".
Todos ellos eran anatema, claro: la lista de exiliados y extranjeros censurados "era un gigantesco cementerio de cadáveres" que hubo que resucitar muy poco a poco. Para Pradera, "la censura se recuerda a veces como una cosa cómica pero no tenía ninguna gracia".
Aunque a base de trucos, triquiñuelas y voluntarismo, llegaban los libros editados por gente crucial como Orfila, Urgoiti, Gonzalo Losada, Antonio López Llausás, Vicente Rojo, Joaquín Díez Caneda... Sus obras venían en paquetes bien numerados, mezclados con otros inofensivos, y pasaban la aduana con mordidas y engaños. Luego, circulaban por debajo de los mostradores. Y no sólo: como recordó el editor de Paidós, Enric Folch, que en aquella época era librero, "algunos distribuidores guardaban los más peligrosos debajo de sus camas".
Años más tarde, con el desarrollismo económico y la ley Fraga de 1966, la cosa se relajó un poco. Varias editoriales latinoamericanas abrieron sedes en España. Pradera fue en 1962 el primer gerente de FCE en Madrid. Tras pasar unos meses en la cárcel por recibir en su despacho a Sánchez Dragó, "que había traído de Italia una película prohibida", su trabajo consistió en tratar de rescatar del censor (el "pintoresco Faustino Sánchez Marín") a decenas de autores y títulos: Max Aub ("no pudimos"), Pedro Páramo ("sí"), La muerte de Artemio Cruz ("no")...
Folch sostiene que "la modernidad vino de Argentina y México". En plena "decadencia" de las editoriales españolas, el modelo latinoamericano fue ejemplar: "Emecé, Losada, Sudamericana, Gedisa, Jacobo Muchnik... Ellos traían la gran literatura, el neorrealismo, el existencialismo, a Salinger, el teatro, el cine, la ciencia-ficción...".
En Argentina nació, se crió y basó su negocio de distribución Pancho Pérez González, que añoró ayer aquellos tiempos de vocaciones familiares indestructibles en los que editar suponía ayudar a cambiar el mundo y "poder mirar a los ojos a los nietos". "Eso, y mucho más, como que un colega es un amigo y no un enemigo, me lo enseñó Juan Grijalbo. Antes de conocerlo, yo creía que un libro era como un bote de tomate", contó entre risas Pérez González.
Folch, Pradera y algunos asistentes a la sesión matinal como Federico Ibáñez y Ana María Cabanellas se sumaron al homenaje en honor de Grijalbo, el director de Comercio de la Generalitat y militante del PSUC (1911-2002) que llegó en autobús desde Nueva York a Monterrey
. Grijalbo empezó publicando teoría marxista y acabó haciendo un imperio con títulos como El Padrino. Ante la emoción de su hija Poppy, que ejerce su misma vocación en Serres, todos elogiaron el olfato y la calidad humana del sabio que, cuando volvió y Pradera le preguntó por qué no militaba, dijo: "La militancia depende mucho de la cuenta corriente".
El País
La guerra, el exilio y la censura no pudieron con ellos. Había intelectuales, técnicos, empresarios, profesores, editores, distribuidores, escritores, y eran tipos con casta y conciencia que no se arrugaron nunca, ni siquiera tras la derrota que hizo trizas su país, lo aisló
-o lo tibetizó, según Ortega- y despedazó su envidiable panorama cultural.
Muchos se fueron a México con Lázaro Cárdenas; otros, menos, a Argentina. Y allí no sólo conservaron el legado que llevaron (la "voz" de la que habló León Felipe) y contribuyeron a mejorar los países que los acogieron. A la vez, se las arreglaron para crear y mantener lazos secretos con España, para atravesar el océano y las aduanas y los despachos de los censores franquistas y hacer llegar al páramo, ida y vuelta, el resultado de su trabajo: los libros.
Esta pequeña gran historia de valentía y esfuerzo, pedagogía y compromiso, respeto a la cultura y patriotismo bien entendido se ha contado desde el miércoles en la Casa de América de Madrid. El ciclo Una pedagogía secreta de la libertad. La labor de las editoriales españolas durante la posguerra española, que ha dirigido Antonio Lago Carballo y ha coordinado Nicanor Vélez, se cerró ayer con dos sesiones en las que participaron Francisco Pérez González, Javier Pradera, Mario Muchnik, Enric Folch y Poppy Grijalbo, hija del mítico editor comunista Juan Grijalbo; y ha oído también la palabra de, entre otros, Francisco Ayala, Ana María Cabanellas, Xavier Moret, Antonio Sempere, Elena Aub...
Pradera contó ayer cómo los sellos de la otra orilla (Edhasa, Fondo de Cultura Económica, Losada, Sudamericana, Emecé, Era, Siglo XX, Grijalbo...) ayudaron decisivamente a despertar las conciencias y alentar "la discrepancia moral y estética" y la ruptura con el régimen franquista de una minoría de "jóvenes sensibles", casi todos ellos "hijos de los vencedores, universitarios socializados a base de categorías nacional-católicas o falangistas más o menos fanáticas y totalitarias".
Esos jóvenes habían estado sometidos durante el "quindenio 1940-1945 (según dijo Pradera tomando el término de Jordi Gracia) a una dieta intelectual de campo de concentración". Y si lograron sacar la cabeza fue, añadió, gracias sobre todo a "las editoriales del exilio y a algunos importadores y distribuidores heroicos como Pancho Pérez, Oteiza, Pepe Latorre, Rufino Torres...".
"Con ellos empezamos a saber de Alberti, Américo Castro, Sánchez Albornoz, Sartre, Camus...", dijo Pradera. "Y gracias a Grijalbo, FCE o Edhasa pudimos leer a Gabriel Jackson, Hugh Thomas, los marxistas ortodoxos...".
Todos ellos eran anatema, claro: la lista de exiliados y extranjeros censurados "era un gigantesco cementerio de cadáveres" que hubo que resucitar muy poco a poco. Para Pradera, "la censura se recuerda a veces como una cosa cómica pero no tenía ninguna gracia".
Aunque a base de trucos, triquiñuelas y voluntarismo, llegaban los libros editados por gente crucial como Orfila, Urgoiti, Gonzalo Losada, Antonio López Llausás, Vicente Rojo, Joaquín Díez Caneda... Sus obras venían en paquetes bien numerados, mezclados con otros inofensivos, y pasaban la aduana con mordidas y engaños. Luego, circulaban por debajo de los mostradores. Y no sólo: como recordó el editor de Paidós, Enric Folch, que en aquella época era librero, "algunos distribuidores guardaban los más peligrosos debajo de sus camas".
Años más tarde, con el desarrollismo económico y la ley Fraga de 1966, la cosa se relajó un poco. Varias editoriales latinoamericanas abrieron sedes en España. Pradera fue en 1962 el primer gerente de FCE en Madrid. Tras pasar unos meses en la cárcel por recibir en su despacho a Sánchez Dragó, "que había traído de Italia una película prohibida", su trabajo consistió en tratar de rescatar del censor (el "pintoresco Faustino Sánchez Marín") a decenas de autores y títulos: Max Aub ("no pudimos"), Pedro Páramo ("sí"), La muerte de Artemio Cruz ("no")...
Folch sostiene que "la modernidad vino de Argentina y México". En plena "decadencia" de las editoriales españolas, el modelo latinoamericano fue ejemplar: "Emecé, Losada, Sudamericana, Gedisa, Jacobo Muchnik... Ellos traían la gran literatura, el neorrealismo, el existencialismo, a Salinger, el teatro, el cine, la ciencia-ficción...".
En Argentina nació, se crió y basó su negocio de distribución Pancho Pérez González, que añoró ayer aquellos tiempos de vocaciones familiares indestructibles en los que editar suponía ayudar a cambiar el mundo y "poder mirar a los ojos a los nietos". "Eso, y mucho más, como que un colega es un amigo y no un enemigo, me lo enseñó Juan Grijalbo. Antes de conocerlo, yo creía que un libro era como un bote de tomate", contó entre risas Pérez González.
Folch, Pradera y algunos asistentes a la sesión matinal como Federico Ibáñez y Ana María Cabanellas se sumaron al homenaje en honor de Grijalbo, el director de Comercio de la Generalitat y militante del PSUC (1911-2002) que llegó en autobús desde Nueva York a Monterrey
. Grijalbo empezó publicando teoría marxista y acabó haciendo un imperio con títulos como El Padrino. Ante la emoción de su hija Poppy, que ejerce su misma vocación en Serres, todos elogiaron el olfato y la calidad humana del sabio que, cuando volvió y Pradera le preguntó por qué no militaba, dijo: "La militancia depende mucho de la cuenta corriente".
El País
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