Las deudas de la Historia
SANTIAGO MACÍAS VICEPRESIDENTE Y FUNDADOR DE LA ASOCIACIÓN PARA LA RECUPERACIÓN DE LA MEMORIA HISTÓRICA
EL PASADO 27 de junio el doctor en Derecho, Isidoro Álvarez, publicaba en estas mismas páginas una Tribuna bajo el título: La amnistía de la historia . Explicaba allí que las leyes promulgadas durante la transición habían resuelto los problemas de la sociedad española con el pasado de la guerra civil y de la dictadura franquista. Añadía el autor que esas leyes terminaron definitivamente con las discriminaciones y aludía a dos publicaciones acerca del «terror rojo»; además de indicar que la actual apertura de fosas comunes de republicanos era una forma de levantar el rencor. Pero a pesar de que el derecho debe guiarse por la concreción y por la ley, no se debe evitar una mirada más global sobre un tema de enorme trascendencia.
Una vez terminada la guerra civil el régimen franquista detuvo a cientos de miles de españoles que habían participado en el llamado bando republicano. Todos fueron juzgados por tribunales cuya legitimidad no había surgido de un proceso de selección en democracia si no de la victoria en una guerra. Las sentencias de esos tribunales llevaron a ser fusiladas a 55.000 personas («Morir, matar, sobrevivir» Julián Casanova y otros. Ed Crítica) que pagaron por los delitos que supuestamente cometieron durante la guerra civil.
Inmediatamente después del final de la contienda en 1939, se inició la llamada Causa General, encargada de averiguar quiénes y cuántas habían sido las personas muertas en la contienda sólo si habían luchado en el bando franquista o simpatizaban con los golpistas. La autoridades de la dictadura nombraron un fiscal especial que se dirigió a todos los ayuntamientos de España para solicitarles información acerca de quiénes había sido los muertos «por Dios y por España».
Está escrito y todavía se puede comprobar si alguien visita una hemeroteca y lee un periódico de tirada nacional entre los años 1939 y 1942. No habrá día en una semana en el que no aparezca la noticia de la exhumación de una fosa con restos de «caídos y mártires» o un homenaje a los mismos. Esos trabajos se llevaron a cabo con el dinero de todos los españoles, especialmente con el de los que perdieron la guerra civil y que fueron juzgados por una Ley de Responsabilidades Políticas que en muchos casos hizo que les fueran incautados todos sus bienes. Por el contrario, los familiares de los muertos franquistas tuvieron facilidades para reconstruir sus vidas: becas para estudios, puntos en oposiciones, puestos en la administración, etcétera. La dictadura franquista, que había derrocado a un sistema gobernado por un presidente elegido democráticamente, agradecía así los servicios prestados. Pero los millones de españoles que habían decidido democráticamente, en febrero de 1936, que Manuel Azaña fuera su presidente tuvieron que renunciar a sus derechos, sin poder enterrar dignamente a sus muertos y sin que la historia les diera la oportunidad de disfrutar de las libertades que habían conquistado sin pegar un solo tiro el 14 de abril de 1931. Hoy, los restos mortales de aquel brillante presidente yacen en una pequeña localidad francesa donde murió poco antes de ser apresado por la Gestapo para ser entregado a Franco. Éste, mientras tanto, reposa en el Valle de los Caídos, monumento faraónico construido, para más escarnio, con la sangre y el sudor de cientos de republicanos.
Pretender que con las leyes de amnistía de la transición los bandos quedan equiparados y «se acabaron las discriminaciones» como afirma Isidoro Álvarez es pretender perpetuar un agravio comparativo evidente.
Los miles de familias que desde hace unos años se han puesto en marcha para buscar a sus seres queridos y darles una sepultura digna tienen todo el derecho del mundo a hacerlo. Nadie debe estar enterrado en una cuneta o en un monte independientemente de las ideas políticas que tenga. Y ese derecho fundamente no puede verse derogado por unas leyes de amnistía que en buena parte fueron elaboradas por autoridades del régimen franquista que pilotaron y tutelaron la transición.
Ninguno de los franquistas que participó en violaciones de derechos humanos durante la guerra y la posterior dictadura se ha sentado jamás en un banquillo¿ y se trataba de delincuentes. Mientras, miles de republicanos fueron asesinados, encarcelados y enviados al exilio. Ninguna ley puede acabar con una discriminación de esa dimensión, porque las leyes no pueden cambiar el pasado. Lo que ahora piden los familiares de aquellos republicanos es dar una sepultura digna a sus muertos. Ninguna ley puede determinar que una persona enterrada en una cuneta está enterrada dignamente. Por eso lo que tiene que hacer una democracia madura, como cualquier persona responsable, es saldar sus deudas. Y luego, que cada uno opine lo que quiera y que lo pueda manifestar en una Tribuna igual de libre que ésta.
EL PASADO 27 de junio el doctor en Derecho, Isidoro Álvarez, publicaba en estas mismas páginas una Tribuna bajo el título: La amnistía de la historia . Explicaba allí que las leyes promulgadas durante la transición habían resuelto los problemas de la sociedad española con el pasado de la guerra civil y de la dictadura franquista. Añadía el autor que esas leyes terminaron definitivamente con las discriminaciones y aludía a dos publicaciones acerca del «terror rojo»; además de indicar que la actual apertura de fosas comunes de republicanos era una forma de levantar el rencor. Pero a pesar de que el derecho debe guiarse por la concreción y por la ley, no se debe evitar una mirada más global sobre un tema de enorme trascendencia.
Una vez terminada la guerra civil el régimen franquista detuvo a cientos de miles de españoles que habían participado en el llamado bando republicano. Todos fueron juzgados por tribunales cuya legitimidad no había surgido de un proceso de selección en democracia si no de la victoria en una guerra. Las sentencias de esos tribunales llevaron a ser fusiladas a 55.000 personas («Morir, matar, sobrevivir» Julián Casanova y otros. Ed Crítica) que pagaron por los delitos que supuestamente cometieron durante la guerra civil.
Inmediatamente después del final de la contienda en 1939, se inició la llamada Causa General, encargada de averiguar quiénes y cuántas habían sido las personas muertas en la contienda sólo si habían luchado en el bando franquista o simpatizaban con los golpistas. La autoridades de la dictadura nombraron un fiscal especial que se dirigió a todos los ayuntamientos de España para solicitarles información acerca de quiénes había sido los muertos «por Dios y por España».
Está escrito y todavía se puede comprobar si alguien visita una hemeroteca y lee un periódico de tirada nacional entre los años 1939 y 1942. No habrá día en una semana en el que no aparezca la noticia de la exhumación de una fosa con restos de «caídos y mártires» o un homenaje a los mismos. Esos trabajos se llevaron a cabo con el dinero de todos los españoles, especialmente con el de los que perdieron la guerra civil y que fueron juzgados por una Ley de Responsabilidades Políticas que en muchos casos hizo que les fueran incautados todos sus bienes. Por el contrario, los familiares de los muertos franquistas tuvieron facilidades para reconstruir sus vidas: becas para estudios, puntos en oposiciones, puestos en la administración, etcétera. La dictadura franquista, que había derrocado a un sistema gobernado por un presidente elegido democráticamente, agradecía así los servicios prestados. Pero los millones de españoles que habían decidido democráticamente, en febrero de 1936, que Manuel Azaña fuera su presidente tuvieron que renunciar a sus derechos, sin poder enterrar dignamente a sus muertos y sin que la historia les diera la oportunidad de disfrutar de las libertades que habían conquistado sin pegar un solo tiro el 14 de abril de 1931. Hoy, los restos mortales de aquel brillante presidente yacen en una pequeña localidad francesa donde murió poco antes de ser apresado por la Gestapo para ser entregado a Franco. Éste, mientras tanto, reposa en el Valle de los Caídos, monumento faraónico construido, para más escarnio, con la sangre y el sudor de cientos de republicanos.
Pretender que con las leyes de amnistía de la transición los bandos quedan equiparados y «se acabaron las discriminaciones» como afirma Isidoro Álvarez es pretender perpetuar un agravio comparativo evidente.
Los miles de familias que desde hace unos años se han puesto en marcha para buscar a sus seres queridos y darles una sepultura digna tienen todo el derecho del mundo a hacerlo. Nadie debe estar enterrado en una cuneta o en un monte independientemente de las ideas políticas que tenga. Y ese derecho fundamente no puede verse derogado por unas leyes de amnistía que en buena parte fueron elaboradas por autoridades del régimen franquista que pilotaron y tutelaron la transición.
Ninguno de los franquistas que participó en violaciones de derechos humanos durante la guerra y la posterior dictadura se ha sentado jamás en un banquillo¿ y se trataba de delincuentes. Mientras, miles de republicanos fueron asesinados, encarcelados y enviados al exilio. Ninguna ley puede acabar con una discriminación de esa dimensión, porque las leyes no pueden cambiar el pasado. Lo que ahora piden los familiares de aquellos republicanos es dar una sepultura digna a sus muertos. Ninguna ley puede determinar que una persona enterrada en una cuneta está enterrada dignamente. Por eso lo que tiene que hacer una democracia madura, como cualquier persona responsable, es saldar sus deudas. Y luego, que cada uno opine lo que quiera y que lo pueda manifestar en una Tribuna igual de libre que ésta.
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