¡ ROJOS ENTERRADOS CON FRANCO !
SUENA A MACABRO sarcasmo pero es verdad. Los cuerpos de republicanos fusilados reposan en el Valle de los Caídos, a pocos metros de Franco. El padre de Fausto fue desenterrado, con nocturnidad, de una fosa común en Avila, en 1959, y trasladado al monumento del franquismo. Su hijo no quiere que siga allí
Cuando el año pasado se excavó la tierra, llamada por los lugareños la de los muertos, la fosa estaba vacía. De los siete cuerpos que la memoria del pueblo hacía en aquel viejo pozo, sólo aparecieron restos de un cráneo, pequeños fragmentos óseos, minas de lápiz que podían corresponder a dos tenderos fusilados y un dedal.«Pero hombre, ya hace mucho que se los llevaron», dijo un vecino entrado en años. Otra vez la voz de los viejos, a falta de otros documentos, hacía de brújula. Entonces Fausto Canales, ingeniero agrónomo ya jubilado, rememoró aquellas palabras que, allá por los años 60, le dijo como sin decir su único hermano: «Cuentan en el pueblo que a padre y los otros los han sacado y se los han llevado al Valle de los Caídos».
Ante la fosa vacía, Fausto sintió una punzada en el corazón.Le revolvía las vísceras la sola idea de que su padre, jornalero secuestrado en su propia casa cuando él tenía dos años y paseado por un grupo de falangistas la madrugada del 20 de agosto del 36, pudiera compartir mausoleo con Franco, a la postre su verdugo.La vieja herida de la orfandad, que le había acompañado de por vida, volvía a supurar. Su difunto era uno más de los miles de desaparecidos de la feroz represión que acompañó a la Guerra Civil en los lugares, por muy alejados del frente de batalla que estuvieran, donde el alzamiento nacional triunfó desde el mismo 18 de julio de 1936, fecha de la asonada militar contra la II República. En Pajares de Adaja (Avila), su pueblo, enseguida circularon listas negras. Las fuerzas vivas, afines a Franco, señalaban a los rojos y escuadrones de falangistas que recorrían en camioneta la retaguardia hacían el trabajo sucio en cualquier cuneta. Después, el miedo y alguien obligado a hacer de sepulturero, echaban más tierra sobre los muertos. A los familiares se les condenaba para siempre a vivir sin preguntar. Y fueron pasando los años. Hasta 68 han sido.
Fausto, empeñado aún en dar digna sepultura a su padre, ha tenido que cumplir 70 para ver cómo el Parlamento, espoleado por las exhumaciones de fosas que desde 2001 viene realizando la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), auspiciada en su origen por nietos de las víctimas, aprobara hace dos semanas la creación de una comisión estatal para el estudio de las víctimas de la Guerra Civil y el franquismo. «Vivo el momento histórico, no reclamo a mi padre con ánimo de revancha ni nada que le parezca», dice para explicar cómo ha terminado llamando a las puertas del Valle de los Caídos. Su madre, Virgilia Bermejo, nonagenaria, aún vive. Mientras él le cuenta, ella le escucha, silente como casi siempre desde aquella fatídica madrugada en que se echó a sus dos hijos en brazos y se fue de la casa para no volver a pisarla nunca más. Pero hay silencios y silencios. «No nos resignamos a que nuestro padre, su marido, esté enterrado junto a Franco», repite Fausto. Hay tesón, pero no rabia, en sus palabras.
Cuando, cinco meses después de abrir la tumba vacía de su padre, Fausto pisó por vez primera el monumento franquista, el pasado 4 de marzo, una «nevada tremenda» congelaba el paisaje del Valle de Cuelgamuros donde se levanta la inmensa cruz de los caídos «por Dios y por España» entre 1936 y 1939. ¿Qué hacía entre aquellas significadas rocas el hijo de un rojo asesinado por los nacionales? Buscaba a su padre, para rescatarlo. Y lo encontró.
Un monje benedictino, de los que custodian la basílica del monumento, le acompañó finalmente hasta el lugar donde está enterrado, y del que pretende sacarlo a toda costa. Ya Fausto lo sabía todo.Una semana antes de que el 30 de marzo de 1959, víspera de la inauguración, llegaran para dar lustre al mausoleo los restos de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange, una caja con huesos del pozo de Aldeaseca quedó anotada en el registro de entrada. Para que Franco escenificase la mitología, falsa y siniestra, de la reconciliación, el padre de Fausto y otros muchos republicanos fueron sacados de sus tumbas desconocidas y apilados en un monumento construido con la mano de obra esclava de miles de presos que habían combatido contra el general.
Columbario 198. Cripta derecha de la capilla del Sepulcro. Piso primero. La página correspondiente al día 23 de marzo de 1959 del registro de entradas dice así: «En el día de hoy ha ingresado en la cripta de este monumento, las siguientes cajas con restos de nuestros caídos en la Guerra de Liberación: de Navarra, 16 cajas; de Vitoria, 37; de Palencia, 26; de Alicante, 16; de Avila, 18». En total, 113 cajas. De la llegada desde Aldeaseca, el pueblo próximo a Pajares de Adaja donde fue asesinado Valerico Canales, se dice que contiene seis cuerpos: una «señora desconocida» (Flora Labajos, la mujer del dedal) y cinco varones igualmente «desconocidos», aunque en realidad eran seis (Celestino Puebla, Víctor Blázquez, Pedro Angel Sanz, Emilio Caro, Román González y Valerico Canales).El error en el cómputo se debe a que los desenterradores mandados por el Gobierno Civil al pozo de Aldeaseca se dejaron un cráneo en la fosa.
Fueron aquéllos, días de avalancha de huesos para satisfacer los deseos del Caudillo. El trasiego duró años, y fue especialmente intenso entre 1958 (cuando el Valle empezó a recibir restos) y 1964. Hasta reunir un osario de dimensiones megalómanas. Se barajan cifras muy dispares, con un arco que oscila entre 40.000 y 70.000 enterrados.
Según fuentes de Patrimonio Nacional, de quien depende el Valle de los Caídos, no se sabe con exactitud cuántos cadáveres hay acumulados en la cripta. En el libro de registro de entradas constan 26.701 anotaciones. La última, de junio de 1981, da cuenta de la llegada de 297 restos del cementerio de Torremejía, en Badajoz. «Unos son restos individualizados, con nombre, y otros están en recipientes colectivos como desconocidos», explica un portavoz de Patrimonio.
«Le pido que entienda que ha pasado mucho tiempo. Todo esto corresponde a otra época», dice la misma fuente cuando se le solicita mayor precisión. Y aun añade: «Es posible que haya muchos más muertos.Parece ser que en algunos años hubo ingresos masivos de cuerpos mal documentados... Tampoco hay anotaciones que indiquen si los restos son de militares, civiles o de qué bando proceden».[la Fundación Franco, en internet, habla de 40.000 cadáveres, «aproximadamente la mitad de cada bando»].
Cuando la recogida fue de caídos rojos no sólo se abrieron, como la práctica totalidad de historiadores creía hasta ahora, fosas de lugares donde hubo batalla. Es decir, de militares republicanos.De éstas, Queral Solé, de la Sección de desaparecidos de guerra y fosas comunes de la Generalitat de Cataluña, tiene documentado el vaciado de al menos cinco en la provincia de Lérida entre los 1958 y 1964. La investigadora buscaba, años atrás, la localización exacta de una tumba con milicianos de un hospital militar cuando el dueño de los terrenos le confió: «Se los llevaron a todos al Valle de los Caídos en los años 60». De allí saldrían unos 100 cuerpos, pero el total de los traslados de Lleida a Madrid fue de unos 2.600, según sus cálculos.
Supuestamente, el dictador pretendía saldar para siempre cuentas con el pasado fratricida, por más que en sus discursos (el de inauguración del Valle entre ellos) insistiera en una terminología («nuestros mártires») que excluía todo propósito real de reconciliación.Desde principios de los 50, Franco, a través del Ministerio de la Gobernación, había movilizado a todos los gobernadores civiles, que a su vez requirieron a los ayuntamientos bajo su mando una relación pormenorizada de las fosas donde reposaban «héroes y mártires de la Cruzada».
Fue en las respuestas de las corporaciones municipales donde empezaron a aparecer alusiones a las fosas con republicanos civiles.Así, el plan de exhumaciones suscitado como consecuencia de la obra funeraria -ahora ya se empieza a saber-, incluyó también el levantamiento de aquellos enterramientos clandestinos de paseados de cuya existencia el Régimen jamás quiso dar la más mínima pista a los parientes de las víctimas.
«Para nosotros, y las demás familias de los siete de Pajares de Adaja», dice Fausto Canales, «lo que hicieron con nuestros muertos fue una profanación... Nunca tuvimos conocimiento de la exhumación de 1959. Resulta intolerable que los restos de los asesinados por el simple hecho de pertenecer a la Casa del Pueblo permanezcan en esa cripta, bajo la inscripción de Caídos por Dios y por España». La reivindicación ya está hecha ante Patrimonio Nacional. Reclaman la devolución de sus muertos para enterrarlos con dignidad y restaurar su memoria.
«Las familias de los asesinados han pasado de no saber dónde estaban sus padres o hermanos a enterarse de que algunos habían sido llevados al peor sitio posible: a compartir mausoleo con Franco y Primo de Rivera», dice Emilio Silva, periodista, nieto de fusilado y presidente de la ARMH. Desde la asociación se trabaja ya en la recopilación de casos semejantes a los del padre de Fausto Canales. Se malicia Silva con la sospecha de que la Dictadura pudiera haber dispuesto de un listado de fosas comunes de paseados que le sirvió para elegir cuáles se abrían y cuáles no. Y pide que de ser así Patrimonio busque y haga públicos esos documentos.
Teruel, Guipúzcoa y Navarra son otras provincias donde se tiene noticias de que el franquismo hurgó en las tumbas de sus paseados.A veces lo contaron los protagonistas, como ocurrió con un camionero de Teruel contratado por las autoridades de la época (año 1958 o 59) para llevar una carga a Madrid. «Alguna autoridad dio la orden, recogieron huesos por kilos y los llevaron al Valle de los Caídos», explica hoy Francisco Sánchez, presidente de la Fundación Pozos de Caudé, nombre de una inmensa fosa turolense con, se calcula, 1.005 cuerpos aún enterrados en ella. «Si nos enteramos de la saca de restos fue porque el conductor del camión terminó contándolo a unos familiares de fusilados muchos años después, en 1977», añade Sánchez.
Se sabe también que en Oyarzun (Guipúzcoa) hasta se consultó a Franco, de vacaciones en San Sebastián en 1957, sobre qué hacer con una controvertida fosa en la que había, entre otros, un sacerdote fusilado por los nacionales. Ante el empeño de algunos parroquianos por recuperar los cuerpos y darles cristiana sepultura, el obispo habló con el dictador. Su respuesta: que se sacaran los cadáveres pero sin ruido, y que si algún familiar tenía interés en llevar los restos al Valle de los Caídos, podía hacerlo.
La mayor parte de la historia de los otros muertos de Cuelgamuros, los rojos, aún está por escribir. Y más. En la visita reciente al mausoledo de Fausto Canales, el monje que le hizo de cicerone le terminó confesando que también él tenía a su padre (asesinado en el Madrid republicano por ser el lechero de la Plaza de Oriente que servía a las monjas de la Encarnación) enterrado en la cripta.Pese a llevar allí décadas, el benedictino no lo supo hasta hace sólo dos años, cuando encontró su nombre en el libro de entradas.El religioso le hizo partícipe también de un rumor. En los años 80 una familia navarra habría conseguido rescatar de la cripta a un pariente fusilado. De eso, claro está, no hay constancia documental. Franco concibió el monumento como un viaje sin retorno para los difuntos. Ahora la palabra, sabe Fausto Canales, la tiene Patrimonio Nacional. Y algunas fosas vacías, que empiezan a hablar...
¿LORCA EN LA NECROPOLIS?
Federico García Lorca no descansa en el Valle de los Caídos. Parece una perogrullada. El poeta asesinado por la Guardia Civil en una cuneta de Granada es un icono de la rojería. Pero cuando en 1958, a punto de concluirse la construcción del monumento, se especulaba con la posibilidad de que la tierra de Cuelgamuros fuera compartida por blancos y rojos, la familia del poeta se movilizó y realizó diversas gestiones para que ni siquiera se planteara la operación. Lo relata el escritor gallego Daniel Sueiro en La verdadera historia del Valle de los Caídos, publicada en 1976 por Sedmay Ediciones. Unos meses antes, en junio, el sobrino de Lorca, Manuel Fernández Montesinos, lo contaba en Gaceta Ilustrada. Su padre también había sido fusilado por los nacionales, y se especulaba con el traslado de los restos de ambos: «Mi familia se opuso a ello». Pero no todos los vencidos tenían cabida en la necrópolis franquista. «Un caso singular fue el del general de la Guardia Civil Antonio Escobar Huertas, fusilado [por los nacionales] en el Castillo de Montjuic el 8 de febrero de 1940, y uno de cuyos hijos, el teniente de Infantería Escobar Valtierra, había sucumbido en Belchite luchando al lado de las tropas franquistas», escribe Sueiro. Cuando el otro vástago del general Escobar, Antonio, solicitó el traslado de padre e hijo al monumento, «obtuvo como respuesta el traslado inmediato del hermano y, en cambio, el desdeñoso silencio ante el caso del padre, situación que no se ha visto modificada por el tiempo». Pero tampoco todos los deudos de los muertos nacionales aceptaron la oferta de trasladar a sus parientes al osario de la sierra.Luisa Soria, la hija del urbanista Arturo Soria, fusilado por los rojos en Madrid, fue una de ellos. El chiste fácil narraría que quizá pensó que la megalómana arquitectura de la necrópolis no hubiera satisfecho a su exigente padre.
EL Mundo
Cuando el año pasado se excavó la tierra, llamada por los lugareños la de los muertos, la fosa estaba vacía. De los siete cuerpos que la memoria del pueblo hacía en aquel viejo pozo, sólo aparecieron restos de un cráneo, pequeños fragmentos óseos, minas de lápiz que podían corresponder a dos tenderos fusilados y un dedal.«Pero hombre, ya hace mucho que se los llevaron», dijo un vecino entrado en años. Otra vez la voz de los viejos, a falta de otros documentos, hacía de brújula. Entonces Fausto Canales, ingeniero agrónomo ya jubilado, rememoró aquellas palabras que, allá por los años 60, le dijo como sin decir su único hermano: «Cuentan en el pueblo que a padre y los otros los han sacado y se los han llevado al Valle de los Caídos».
Ante la fosa vacía, Fausto sintió una punzada en el corazón.Le revolvía las vísceras la sola idea de que su padre, jornalero secuestrado en su propia casa cuando él tenía dos años y paseado por un grupo de falangistas la madrugada del 20 de agosto del 36, pudiera compartir mausoleo con Franco, a la postre su verdugo.La vieja herida de la orfandad, que le había acompañado de por vida, volvía a supurar. Su difunto era uno más de los miles de desaparecidos de la feroz represión que acompañó a la Guerra Civil en los lugares, por muy alejados del frente de batalla que estuvieran, donde el alzamiento nacional triunfó desde el mismo 18 de julio de 1936, fecha de la asonada militar contra la II República. En Pajares de Adaja (Avila), su pueblo, enseguida circularon listas negras. Las fuerzas vivas, afines a Franco, señalaban a los rojos y escuadrones de falangistas que recorrían en camioneta la retaguardia hacían el trabajo sucio en cualquier cuneta. Después, el miedo y alguien obligado a hacer de sepulturero, echaban más tierra sobre los muertos. A los familiares se les condenaba para siempre a vivir sin preguntar. Y fueron pasando los años. Hasta 68 han sido.
Fausto, empeñado aún en dar digna sepultura a su padre, ha tenido que cumplir 70 para ver cómo el Parlamento, espoleado por las exhumaciones de fosas que desde 2001 viene realizando la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), auspiciada en su origen por nietos de las víctimas, aprobara hace dos semanas la creación de una comisión estatal para el estudio de las víctimas de la Guerra Civil y el franquismo. «Vivo el momento histórico, no reclamo a mi padre con ánimo de revancha ni nada que le parezca», dice para explicar cómo ha terminado llamando a las puertas del Valle de los Caídos. Su madre, Virgilia Bermejo, nonagenaria, aún vive. Mientras él le cuenta, ella le escucha, silente como casi siempre desde aquella fatídica madrugada en que se echó a sus dos hijos en brazos y se fue de la casa para no volver a pisarla nunca más. Pero hay silencios y silencios. «No nos resignamos a que nuestro padre, su marido, esté enterrado junto a Franco», repite Fausto. Hay tesón, pero no rabia, en sus palabras.
Cuando, cinco meses después de abrir la tumba vacía de su padre, Fausto pisó por vez primera el monumento franquista, el pasado 4 de marzo, una «nevada tremenda» congelaba el paisaje del Valle de Cuelgamuros donde se levanta la inmensa cruz de los caídos «por Dios y por España» entre 1936 y 1939. ¿Qué hacía entre aquellas significadas rocas el hijo de un rojo asesinado por los nacionales? Buscaba a su padre, para rescatarlo. Y lo encontró.
Un monje benedictino, de los que custodian la basílica del monumento, le acompañó finalmente hasta el lugar donde está enterrado, y del que pretende sacarlo a toda costa. Ya Fausto lo sabía todo.Una semana antes de que el 30 de marzo de 1959, víspera de la inauguración, llegaran para dar lustre al mausoleo los restos de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange, una caja con huesos del pozo de Aldeaseca quedó anotada en el registro de entrada. Para que Franco escenificase la mitología, falsa y siniestra, de la reconciliación, el padre de Fausto y otros muchos republicanos fueron sacados de sus tumbas desconocidas y apilados en un monumento construido con la mano de obra esclava de miles de presos que habían combatido contra el general.
Columbario 198. Cripta derecha de la capilla del Sepulcro. Piso primero. La página correspondiente al día 23 de marzo de 1959 del registro de entradas dice así: «En el día de hoy ha ingresado en la cripta de este monumento, las siguientes cajas con restos de nuestros caídos en la Guerra de Liberación: de Navarra, 16 cajas; de Vitoria, 37; de Palencia, 26; de Alicante, 16; de Avila, 18». En total, 113 cajas. De la llegada desde Aldeaseca, el pueblo próximo a Pajares de Adaja donde fue asesinado Valerico Canales, se dice que contiene seis cuerpos: una «señora desconocida» (Flora Labajos, la mujer del dedal) y cinco varones igualmente «desconocidos», aunque en realidad eran seis (Celestino Puebla, Víctor Blázquez, Pedro Angel Sanz, Emilio Caro, Román González y Valerico Canales).El error en el cómputo se debe a que los desenterradores mandados por el Gobierno Civil al pozo de Aldeaseca se dejaron un cráneo en la fosa.
Fueron aquéllos, días de avalancha de huesos para satisfacer los deseos del Caudillo. El trasiego duró años, y fue especialmente intenso entre 1958 (cuando el Valle empezó a recibir restos) y 1964. Hasta reunir un osario de dimensiones megalómanas. Se barajan cifras muy dispares, con un arco que oscila entre 40.000 y 70.000 enterrados.
Según fuentes de Patrimonio Nacional, de quien depende el Valle de los Caídos, no se sabe con exactitud cuántos cadáveres hay acumulados en la cripta. En el libro de registro de entradas constan 26.701 anotaciones. La última, de junio de 1981, da cuenta de la llegada de 297 restos del cementerio de Torremejía, en Badajoz. «Unos son restos individualizados, con nombre, y otros están en recipientes colectivos como desconocidos», explica un portavoz de Patrimonio.
«Le pido que entienda que ha pasado mucho tiempo. Todo esto corresponde a otra época», dice la misma fuente cuando se le solicita mayor precisión. Y aun añade: «Es posible que haya muchos más muertos.Parece ser que en algunos años hubo ingresos masivos de cuerpos mal documentados... Tampoco hay anotaciones que indiquen si los restos son de militares, civiles o de qué bando proceden».[la Fundación Franco, en internet, habla de 40.000 cadáveres, «aproximadamente la mitad de cada bando»].
Cuando la recogida fue de caídos rojos no sólo se abrieron, como la práctica totalidad de historiadores creía hasta ahora, fosas de lugares donde hubo batalla. Es decir, de militares republicanos.De éstas, Queral Solé, de la Sección de desaparecidos de guerra y fosas comunes de la Generalitat de Cataluña, tiene documentado el vaciado de al menos cinco en la provincia de Lérida entre los 1958 y 1964. La investigadora buscaba, años atrás, la localización exacta de una tumba con milicianos de un hospital militar cuando el dueño de los terrenos le confió: «Se los llevaron a todos al Valle de los Caídos en los años 60». De allí saldrían unos 100 cuerpos, pero el total de los traslados de Lleida a Madrid fue de unos 2.600, según sus cálculos.
Supuestamente, el dictador pretendía saldar para siempre cuentas con el pasado fratricida, por más que en sus discursos (el de inauguración del Valle entre ellos) insistiera en una terminología («nuestros mártires») que excluía todo propósito real de reconciliación.Desde principios de los 50, Franco, a través del Ministerio de la Gobernación, había movilizado a todos los gobernadores civiles, que a su vez requirieron a los ayuntamientos bajo su mando una relación pormenorizada de las fosas donde reposaban «héroes y mártires de la Cruzada».
Fue en las respuestas de las corporaciones municipales donde empezaron a aparecer alusiones a las fosas con republicanos civiles.Así, el plan de exhumaciones suscitado como consecuencia de la obra funeraria -ahora ya se empieza a saber-, incluyó también el levantamiento de aquellos enterramientos clandestinos de paseados de cuya existencia el Régimen jamás quiso dar la más mínima pista a los parientes de las víctimas.
«Para nosotros, y las demás familias de los siete de Pajares de Adaja», dice Fausto Canales, «lo que hicieron con nuestros muertos fue una profanación... Nunca tuvimos conocimiento de la exhumación de 1959. Resulta intolerable que los restos de los asesinados por el simple hecho de pertenecer a la Casa del Pueblo permanezcan en esa cripta, bajo la inscripción de Caídos por Dios y por España». La reivindicación ya está hecha ante Patrimonio Nacional. Reclaman la devolución de sus muertos para enterrarlos con dignidad y restaurar su memoria.
«Las familias de los asesinados han pasado de no saber dónde estaban sus padres o hermanos a enterarse de que algunos habían sido llevados al peor sitio posible: a compartir mausoleo con Franco y Primo de Rivera», dice Emilio Silva, periodista, nieto de fusilado y presidente de la ARMH. Desde la asociación se trabaja ya en la recopilación de casos semejantes a los del padre de Fausto Canales. Se malicia Silva con la sospecha de que la Dictadura pudiera haber dispuesto de un listado de fosas comunes de paseados que le sirvió para elegir cuáles se abrían y cuáles no. Y pide que de ser así Patrimonio busque y haga públicos esos documentos.
Teruel, Guipúzcoa y Navarra son otras provincias donde se tiene noticias de que el franquismo hurgó en las tumbas de sus paseados.A veces lo contaron los protagonistas, como ocurrió con un camionero de Teruel contratado por las autoridades de la época (año 1958 o 59) para llevar una carga a Madrid. «Alguna autoridad dio la orden, recogieron huesos por kilos y los llevaron al Valle de los Caídos», explica hoy Francisco Sánchez, presidente de la Fundación Pozos de Caudé, nombre de una inmensa fosa turolense con, se calcula, 1.005 cuerpos aún enterrados en ella. «Si nos enteramos de la saca de restos fue porque el conductor del camión terminó contándolo a unos familiares de fusilados muchos años después, en 1977», añade Sánchez.
Se sabe también que en Oyarzun (Guipúzcoa) hasta se consultó a Franco, de vacaciones en San Sebastián en 1957, sobre qué hacer con una controvertida fosa en la que había, entre otros, un sacerdote fusilado por los nacionales. Ante el empeño de algunos parroquianos por recuperar los cuerpos y darles cristiana sepultura, el obispo habló con el dictador. Su respuesta: que se sacaran los cadáveres pero sin ruido, y que si algún familiar tenía interés en llevar los restos al Valle de los Caídos, podía hacerlo.
La mayor parte de la historia de los otros muertos de Cuelgamuros, los rojos, aún está por escribir. Y más. En la visita reciente al mausoledo de Fausto Canales, el monje que le hizo de cicerone le terminó confesando que también él tenía a su padre (asesinado en el Madrid republicano por ser el lechero de la Plaza de Oriente que servía a las monjas de la Encarnación) enterrado en la cripta.Pese a llevar allí décadas, el benedictino no lo supo hasta hace sólo dos años, cuando encontró su nombre en el libro de entradas.El religioso le hizo partícipe también de un rumor. En los años 80 una familia navarra habría conseguido rescatar de la cripta a un pariente fusilado. De eso, claro está, no hay constancia documental. Franco concibió el monumento como un viaje sin retorno para los difuntos. Ahora la palabra, sabe Fausto Canales, la tiene Patrimonio Nacional. Y algunas fosas vacías, que empiezan a hablar...
¿LORCA EN LA NECROPOLIS?
Federico García Lorca no descansa en el Valle de los Caídos. Parece una perogrullada. El poeta asesinado por la Guardia Civil en una cuneta de Granada es un icono de la rojería. Pero cuando en 1958, a punto de concluirse la construcción del monumento, se especulaba con la posibilidad de que la tierra de Cuelgamuros fuera compartida por blancos y rojos, la familia del poeta se movilizó y realizó diversas gestiones para que ni siquiera se planteara la operación. Lo relata el escritor gallego Daniel Sueiro en La verdadera historia del Valle de los Caídos, publicada en 1976 por Sedmay Ediciones. Unos meses antes, en junio, el sobrino de Lorca, Manuel Fernández Montesinos, lo contaba en Gaceta Ilustrada. Su padre también había sido fusilado por los nacionales, y se especulaba con el traslado de los restos de ambos: «Mi familia se opuso a ello». Pero no todos los vencidos tenían cabida en la necrópolis franquista. «Un caso singular fue el del general de la Guardia Civil Antonio Escobar Huertas, fusilado [por los nacionales] en el Castillo de Montjuic el 8 de febrero de 1940, y uno de cuyos hijos, el teniente de Infantería Escobar Valtierra, había sucumbido en Belchite luchando al lado de las tropas franquistas», escribe Sueiro. Cuando el otro vástago del general Escobar, Antonio, solicitó el traslado de padre e hijo al monumento, «obtuvo como respuesta el traslado inmediato del hermano y, en cambio, el desdeñoso silencio ante el caso del padre, situación que no se ha visto modificada por el tiempo». Pero tampoco todos los deudos de los muertos nacionales aceptaron la oferta de trasladar a sus parientes al osario de la sierra.Luisa Soria, la hija del urbanista Arturo Soria, fusilado por los rojos en Madrid, fue una de ellos. El chiste fácil narraría que quizá pensó que la megalómana arquitectura de la necrópolis no hubiera satisfecho a su exigente padre.
EL Mundo
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