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MEMORIA HISTÓRICA

El impostor que juzgó a Grimau

El impostor que juzgó a Grimau Manuel Fernández Martín fue ponente y fiscal en miles de consejos de guerra, incluido el del histórico dirigente comunista Julián Grimau, fusilado en 1963. Pero ni siquiera aprobó primero de Derecho. Obsesionado con «los rojos», mantuvo su farsa 30 años.Cuando fue descubierto, en 1964, ya había enviado al paredón a mil personas. IU pedirá esta semana que el Gobierno reabra de oficio los procesos. Miles de sentencias podrían ser nulas.

Era «una auténtica bestia», dice el abogado José Jiménez de Parga.Su nombre: Manuel Fernández Martín. Para la Historia no es nadie.Pero la viuda de Julián Grimau, fusilado en 1963, no lo olvidará nunca. Él interrogó al dirigente comunista en un consejo de guerra que espantó al mundo. Él redactó su sentencia de muerte en abril de 1963. Y, desde el estrado, fingió durante 30 años ser abogado y engañó al mismo régimen al que siniestramente sirvió.

Como fiscal o ayudante de los tribunales militares, el comandante Fernández Martín intervino en 4.000 juicios sumarísimos y envió a un millar de presos políticos a los paredones franquistas.Pero ni siquiera había aprobado primero de Derecho. Sólo por eso e incluso según la legislación de la dictadura, todos aquellos consejos de guerra fueron nulos. Y sus mil muertos víctimas de asesinato.

José Jiménez de Parga vio en directo la actuación de «la bestia» en cientos de procesos militares contra civiles, incluido el de Grimau. «Era un hombre gordito, de Badajoz, (donde nació, en 1914) que iba de simpático. Se le veía fuera del mundo judicial.Acosaba a los procesados. Les insultaba. Un verdadero hijo de puta». Jiménez de Parga y otros se percataron del poco conocimiento de leyes de aquel hombre. Pero en aquel momento no podían sospechar siquiera hasta que punto fue un farsante.

El ponente del caso Grimau se estrenó muy pronto como impostor profesional. El 2 de octubre de 1936, con 22 años, se sumó a las tropas rebeldes, y «a los seis días fue habilitado como alférez médico», explica el magistrado Juan José del Aguila. Sólo que no era médico. Eso no le impidió participar en decenas de operaciones durante seis meses. En abril de 1937 se le nombró oficial del Cuerpo Jurídico Militar. Pero tampoco era abogado.

En Extremadura se conocía a Fernández Martín, entre otras cosas, por su actividad a favor del Movimiento, y de eso se valió para urdir su estratagema. Escribió al presidente del Colegio de abogados de Cáceres, pidiéndole un certificado que le acreditase como «una persona de conducta intachable y afecto al régimen», recuerda el ex jefe de la Casa Real, Sabino Fernández Campo, en el libro de Manuel Soriano La sombra del Rey. Cuando lo tuvo en su poder, sobre una oportuna línea en blanco de ese escrito Fernández Martín añadio: «y está matriculado en este colegio de abogados». Con ese papel, el iletrado letrado fue ascendiendo en la carrera judicial dentro del ejército. Cuando alguien le pedía el expediente académico, Fernández Martín se excusaba diciendo que se lo habían quemado durante la guerra. Nadie le puso pegas.

«La viuda del acusado, que pase». Los bedeles del tribunal militar hacían la gracia antes de cada consejo y los fascistas se la reían. A nadie le importaba dar apariencia de legalidad a aquellas pantomimas. Pero con Grimau existía la duda. Era muy tarde. Llegaba el turismo. El desarrollismo. Se aireaban en panfletos los «25 años de paz». Y la presión internacional era tan fuerte que hubo esperanzas hasta el último momento.

Fernández Martín jugaba el papel de vocal ponente en el proceso a Grimau. Enrique Eymar, «juez especial militar de Actividades Extremistas» desde 1958, presidía el tribunal. Pero tampoco era juez. Y eso era legal. «Por eso el ponente tenía tanto poder.Su misión era asesorar a los miembros del tribunal, que no tenían formación jurídica de ninguna clase», explica Alejandro Rebollo el militar que defendió a Grimau. Él, por suerte, sí era abogado.La ley daba al reo la posibilidad de elegir a su representante legal entre los tres escalafones del Ejército, pero no tenían porqué ser letrados. Y, normalmente, no lo eran porque apenas había. Rebollo fué el único actor de la representación capacitado para ejercer su papel, y el único que lo hizo. La defensa de Grimau le costó la carrera.

Nada más terminar la Guerra Civil, Fernández Martín fue director de los campos de concentración de prisioneros de Badajoz y Mérida.Y conservó los métodos. «Era bajo, rechoncho y muy moreno. De carácter muy fuerte. Un hombre obsesionado. Antes de entrar en un consejo de guerra necesitaba ponerse a tono. Y leía libros sobre los crímenes de los rojos para motivarse», recuerda Rebollo.«Me llamó para decirme que Grimau se lo merecía todo. Me dijo que lo tenía muy mal si quería defender a ese hombre. Me acusó de ser el causante de las manifestaciones en el resto de Europa en contra del juicio y de Franco. Y me tiró un periódico a la cara: Ahí está tu salario. Ya tienes una calle en Praga. Resultó que era verdad».

El jueves 18 de abril de 1963 llovía en Madrid. A las nueve de la mañana comenzó el consejo en los Juzgados Militares de la calle del Reloj, atestados de policía y periodistas extranjeros.«Usted tendría que darle las gracias a Franco por no haber cumplido condena tras la Guerra Civil», le espetó el falso ponente a Grimau.«Así empezaba con todos», recuerda Jiménez de Parga. «Todos lo militares tenían el sable encima de la mesa». Junto a un crucifijo y el Código Militar. Fernández Martín no fue el único. «Había 50.000 como él. Gente que se hizo pasar por lo que no era en el Ejército argumentando que su título se había perdido en la guerra. En el cuerpo jurídico militar se metía todo el que quería.Lo más vergonzoso es que ningún colegio de abogados de España fue capaz de hacer nada hasta 1963. No fueron capaces de defender a la gente que estaban fusilando». Todos los consejos eran una farsa. «Convocaban a los miembros del tribunal la noche anterior.A la mañana siguiente, ese señor se presentaba allí, con su sable, y votaba la pena de muerte».

«QUE SE CALLE»

Julián Grimau fue acusado de cometer torturas y asesinatos en una checa de Barcelona durante la guerra. Aquellos hechos no se probaron. Pero, en cualquier caso, Franco no hubiera podido condenarle por ellos tantos años después, si no se demostraba que el acusado había cometido un «delito continuado». Lo único que Grimau hizo contínuamente fue ser comunista. Rebollo basó toda su defensa en lo absurdo de considerar contínua su actividad subversiva, ya que pasó años en el extranjero y ni siquiera pudo encargarse materialmente de repartir los panfletos que le llevaron ante el pelotón. No sirvió de nada. Grimau tomó la palabra para explicar que no cometió crimen alguno y fue leal a la República.Fernández Martín le cortó. En el proceso no alegó las torturas, pero quiso explicar la razón de su herida en la frente, cuando cayó desde la ventana de la Dirección General de Seguridad.El ponente le volvió a acallar. A las dos de la tarde, el juicio había terminado. Y Grimau era condenado a muerte por «rebelión militar».

Su vida pasó a manos del Consejo de Ministros, que podía haber conmutado su pena al día siguiente. De los 19 hombres que se sentaron junto a Franco, 7 eran militares, tres pertenecían al Opus Dei, algunos provenían del Movimiento, como José Solís Ruiz y Manuel Fraga, en ese momento con la cartera de Información y Turismo, y el resto eran tecnócratas sin afiliación. Entre ellos Fernando María de Castiella, ministro de Asuntos Exteriores, que intentó oponerse argumentando la repercusión internacional del fusilamiento. El consejo duró más de 10 horas y Franco quiso una votación formal y explícita, explica Pedro Carvajal en su biografía de Grimau. Todos votaron a favor.

Pero dos semanas antes, el 5 de abril, el Consejo de Ministros había aprobado la creación del Tribunal de Orden Público. Manuel Fraga lo recoge en sus memorias. Sin embargo, el Ministro de Información y Turismo ni siquiera lo comentó en la rueda de prensa posterior al consejo. La noticia se ocultó hasta 10 días después del fusilamiento. La creación del Tribunal impedía, por principio, que un consejo de guerra juzgase a Grimau. Y si se hubiera sabido, el indulto hubiera sido automático.

Los amigos y compañeros de Grimau estaban en ascuas. Esa noche, Joaquín Ruiz Jiménez y José Jiménez de Parga se fueron a buscar a Fraga a una recepción en la embajada de Colombia. «¡Nos dijo que no había que preocuparse, que no le iban a fusilar!», recuerda Jiménez de Parga. Una hora después Rebollo fue llamado urgentemente.Grimau iba a ser ejecutado.

«Fue una noche horrible. Llamamos a todas partes. Mi mujer llamó al Vaticano», cuenta Jiménez de Parga. «El secretario del Papa (Juan XXIII) le dijo que estaba descansando pero que no se preocupase».Rebollo pasó esa noche en capilla con el condenado. A las 6 de la mañana, esposado y en el paredón, Grimau le abrazó. Después, 27 disparos le hicieron saltar por los aires. Cuando cayó al suelo no estaba muerto. Alguien le gritó a un teniente para que disparase los tres tiros de gracia.

Su mujer, Angeles Martínez -Angelita Grimau-estaba en París.Vive entre Francia y España. El teléfono de la casa de su hija suena y una mujer contesta:

-Dolores Grimau no está.

-¿Es usted Angelita?

La mujer no responde. Ya sabe que habla con una periodista. Al final se traiciona.

-Mis hijas no van a decirles nada. Estamos cansadas.

Angelita Grimau vive en silencio desde hace 40 años. Tras la ejecución quiso que se revisase el proceso. «Y el Partido no quiso saber nada. Se enemistó con ellos con toda la razón», dice Jiménez de Parga. «Fue una figura esencial. Participó en toda la campaña internacional por eso sería tan relevante que hablase», afirma José Luis Losa, periodista y experto en la causa de Grimau.«Su digno silencio se entiende. Si Julián Grimau fue una de las víctimas más tremendas de la dictadura franquista, Angelita lo es de la Transición. De su olvido y su silencio».

En 1964, Fernández Martín fue descubierto. Sólo la Universidad de Sevilla pudo certificar que había estudiado allí. Aprobó tres asignaturas. Dos años después fue condenado a un año y seis meses.El tribunal tuvo en cuenta, como atenuante «que no pretendió causar daños de tanta gravedad». Murió poco después. No entendía por qué se le había sometido a tal «humillación».

En 1990, el Supremo revisó la causa de Grimau y la dio por buena.«El caso era nulo de pleno derecho y el argumento del falso ponente fue importante, pero pesaron más los factores políticos» constata Rebollo, hoy magistrado jubilado. «Si se hubiera abierto la espita, las víctimas se contarían por miles». Izquierda Unida trató de rehabilitar su nombre en el Parlamento en 2002. El PP votó en contra, porque temía que aquello se conviertiese «en un juicio contra Fraga». IU lo ha solicitado de nuevo y, esta semana, intentará que el Gobierno reabra de oficio los procesos. Una comisión creada el 10 de septiembre estudiará la situación de las víctimas. Ellas no podrán volver a ser juzgadas.

El Mundo
JOSEFA PAREDES

1 comentario

Fernando Llorens -

Yo comprendo y respeto todo comentario que sobre la memoria histórica pueda hacerse, pero estoy esperando el primero sobre los defensores de Teruel, durante la caida de la plaza y finalmente del Seminario, que fueron postergados por el Gobierno de Franco y sufrieron cautiverio durante más de un año, en San Miguel de los Reyes en Valencia y en el castillo de Montjuich en Barcelona, por el Gobierno de la República.
¿Donde se habla de estos hombres?, parece que todos los han olvidado.
Recientemente se ha publicado un libro, sobre este asunto, que lleva por título: \" Héroes o traidores. Teruel, la verdad se abre camino\", en él queda reflejado cuanto allí ocurró.