DUELO TRAS 60 AÑOS DE ESPERA
Felipe González tuvo la ocasión, en los años 80, de honrar la memoria de la guerra civil española, acaecida 50 años antes, pero no lo hizo porque la prioridad era "que España funcionara". Luego lo lamentó, como confiesa a Juan Luis Cebrián en El futuro no es lo que era , cuando dice sentirse "responsable en parte de la pérdida de nuestra memoria histórica".
A su amigo Helmut Kohl, a la sazón jefe de Gobierno de la República Federal Alemana, le ocurrió la misma amnesia cuando le sorprendió el medio siglo de la segunda guerra mundial, en los años 90, digiriendo la reunificación alemana, que era la prioridad política. La gravedad de ese olvido queda bien patente cuando la fecha del 8 de noviembre, que hasta la caída del muro en 1989 era recordada como "la noche de los cristales rotos", pasó a ser celebrada como el día del asalto popular al muro de la vergüenza.
Pero lo que los alemanes no hicieron cuando tocaba --los 50 años de cualquier acontecimiento no suelen pasar en vano-- lo están haciendo ahora, al cumplirse los 60: enfrentarse a la parte más dolorosa de su propio pasado. Para entender lo que significa para el pueblo alemán la memoria conviene tener presente la diferencia entre historia y memoria. La historia es un asunto del conocimiento, mientras que la memoria es una actitud moral. Libros alemanes de historia sobre lo ocurrido en Europa en esos 31 años que van de 1914 a 1945 --lo que el historiador Eric Hobsbawm llama la "era de la catástrofe"-- hay muchos y bien podemos decir que lo sabemos todo. La memoria, sin embargo, es un gesto moral que se encierra en dos palabras: duelo y deuda.
El duelo consiste en volver la mirada a la barbarie y fijar la mirada en las víctimas y sus herederos. Es lo que ha hecho Gerhard Schröder yendo hasta Varsovia para confesar públicamente la vergüenza de los alemanes actuales ante los polacos por la destrucción de su ciudad por los nazis, ante la pasividad, por cierto, del Ejército soviético. Willy Brandt ya se había humillado ante las víctimas del gueto de Varsovia, pero faltaba honrar a las víctimas polacas. Duelo igualmente por los generales autores de un atentado fallido el 20 de julio de 1944 y por un puñado de militares y civiles --entre ellos el famoso teólogo protestante Dietrich Bonhöffer-- que intentaron sin suerte un golpe de Estado en marzo de 1943 y fueron ahorcados unas semanas antes del final de la guerra. Esas víctimas no fueron traidores sino servidores de una eminente conciencia cívica.
Las víctimas no tienen colores políticos. Lo propio de la víctima es que es inocente y hay inocentes en todos los campos de batalla. Uno de los aspectos más reseñables que nos traen estos 60 años de distancia es el de haber abierto la mirada compasiva hacia las víctimas alemanas causadas por los vencedores en general y por el Ejército soviético en particular. Los sevicias que se cometieron contra alemanes de los Sudetes, por ejemplo, una vez acabada la guerra, están a la altura de las torturas en los campos de exterminio judío, como narra alguien tan poco sospechoso como el intelectual y dirigente socialista Peter Glotz. Duelo pues también por esas víctimas y con sus feudos en nombre de la justicia.
La deuda completa el duelo al reconocer la vigencia de la injusticia cometida a esas víctimas. La democracia posterior, la que hoy disfruta la sociedad alemana, tiene una deuda con estos compatriotas que arriesgaron su vida para acabar con la de Hitler. Es una deuda que no admite pago equivalente --¡habría que devolverles la vida!--, pero que tiene sentido si las generaciones posteriores se sienten deudores de esos gestos extremos y establecen una relación entre la democracia actual y la decisión de los Stauffenberg o Bonhöffer de poner fin al hitlerismo. Sólo entonces, sólo tras el ejercicio colectivo de duelo y deuda podemos convertir la memoria de la barbarie nazi en el mejor antídoto contra nuevas formas de opresión.
¿Y España? Tenemos por delante duelo y deuda con las víctimas de la guerra civil de la que hay mucha historia y poca memoria.
Cuando Felipe González confesaba su responsabilidad por la amnesia colectiva respecto de nuestro pasado más doloroso, pensaba en el daño que ese olvido infligía a los jóvenes: pueden crecer y vivir y hasta ser un día responsables políticos "sin que (el pasado) les conmueva porque ni siquiera conocen lo que ocurrió". Se les priva del antídoto más eficaz contra el peligro de repetición de la barbarie. Creerán que la democracia es un producto tan natural como las setas o hasta una emanación biológica de la dictadura. Les habremos privado de la gran lección moral que se desprende de la historia europea del siglo XX: que quien olvida la catástrofe está condenado a repetirla. Alemania, el país del hitlerismo, es consciente de esa lección y los españoles no deberíamos olvidar que nuestra guerra civil es una clave mayor de esa "era de la barbarie".
REYES MATE
Diario de Córdoba
A su amigo Helmut Kohl, a la sazón jefe de Gobierno de la República Federal Alemana, le ocurrió la misma amnesia cuando le sorprendió el medio siglo de la segunda guerra mundial, en los años 90, digiriendo la reunificación alemana, que era la prioridad política. La gravedad de ese olvido queda bien patente cuando la fecha del 8 de noviembre, que hasta la caída del muro en 1989 era recordada como "la noche de los cristales rotos", pasó a ser celebrada como el día del asalto popular al muro de la vergüenza.
Pero lo que los alemanes no hicieron cuando tocaba --los 50 años de cualquier acontecimiento no suelen pasar en vano-- lo están haciendo ahora, al cumplirse los 60: enfrentarse a la parte más dolorosa de su propio pasado. Para entender lo que significa para el pueblo alemán la memoria conviene tener presente la diferencia entre historia y memoria. La historia es un asunto del conocimiento, mientras que la memoria es una actitud moral. Libros alemanes de historia sobre lo ocurrido en Europa en esos 31 años que van de 1914 a 1945 --lo que el historiador Eric Hobsbawm llama la "era de la catástrofe"-- hay muchos y bien podemos decir que lo sabemos todo. La memoria, sin embargo, es un gesto moral que se encierra en dos palabras: duelo y deuda.
El duelo consiste en volver la mirada a la barbarie y fijar la mirada en las víctimas y sus herederos. Es lo que ha hecho Gerhard Schröder yendo hasta Varsovia para confesar públicamente la vergüenza de los alemanes actuales ante los polacos por la destrucción de su ciudad por los nazis, ante la pasividad, por cierto, del Ejército soviético. Willy Brandt ya se había humillado ante las víctimas del gueto de Varsovia, pero faltaba honrar a las víctimas polacas. Duelo igualmente por los generales autores de un atentado fallido el 20 de julio de 1944 y por un puñado de militares y civiles --entre ellos el famoso teólogo protestante Dietrich Bonhöffer-- que intentaron sin suerte un golpe de Estado en marzo de 1943 y fueron ahorcados unas semanas antes del final de la guerra. Esas víctimas no fueron traidores sino servidores de una eminente conciencia cívica.
Las víctimas no tienen colores políticos. Lo propio de la víctima es que es inocente y hay inocentes en todos los campos de batalla. Uno de los aspectos más reseñables que nos traen estos 60 años de distancia es el de haber abierto la mirada compasiva hacia las víctimas alemanas causadas por los vencedores en general y por el Ejército soviético en particular. Los sevicias que se cometieron contra alemanes de los Sudetes, por ejemplo, una vez acabada la guerra, están a la altura de las torturas en los campos de exterminio judío, como narra alguien tan poco sospechoso como el intelectual y dirigente socialista Peter Glotz. Duelo pues también por esas víctimas y con sus feudos en nombre de la justicia.
La deuda completa el duelo al reconocer la vigencia de la injusticia cometida a esas víctimas. La democracia posterior, la que hoy disfruta la sociedad alemana, tiene una deuda con estos compatriotas que arriesgaron su vida para acabar con la de Hitler. Es una deuda que no admite pago equivalente --¡habría que devolverles la vida!--, pero que tiene sentido si las generaciones posteriores se sienten deudores de esos gestos extremos y establecen una relación entre la democracia actual y la decisión de los Stauffenberg o Bonhöffer de poner fin al hitlerismo. Sólo entonces, sólo tras el ejercicio colectivo de duelo y deuda podemos convertir la memoria de la barbarie nazi en el mejor antídoto contra nuevas formas de opresión.
¿Y España? Tenemos por delante duelo y deuda con las víctimas de la guerra civil de la que hay mucha historia y poca memoria.
Cuando Felipe González confesaba su responsabilidad por la amnesia colectiva respecto de nuestro pasado más doloroso, pensaba en el daño que ese olvido infligía a los jóvenes: pueden crecer y vivir y hasta ser un día responsables políticos "sin que (el pasado) les conmueva porque ni siquiera conocen lo que ocurrió". Se les priva del antídoto más eficaz contra el peligro de repetición de la barbarie. Creerán que la democracia es un producto tan natural como las setas o hasta una emanación biológica de la dictadura. Les habremos privado de la gran lección moral que se desprende de la historia europea del siglo XX: que quien olvida la catástrofe está condenado a repetirla. Alemania, el país del hitlerismo, es consciente de esa lección y los españoles no deberíamos olvidar que nuestra guerra civil es una clave mayor de esa "era de la barbarie".
REYES MATE
Diario de Córdoba
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