Las playas de Normandía
Ya han celebrado el sesenta aniversario del desembarco de Normandía y ya ha vuelto el pensamiento neoliberal a recordarnos que aquel día de junio Norteamérica liberó por segunda vez a Europa, en esta ocasión del nazismo y del comunismo.
La Historia es un juez venal; si no no se entendería que la escriban los herederos intelectuales de los canallas que mediados los años treinta veían en Musolini al hombre de moda y se sentían íntimamente seguros y regocijados con Hitler en el poder y un grupo de militares asfixiando la legalidad republicana en España.
Los fascistas no surgieron por generación espontánea. Como señaló un autor que tuvo que soportarlos, detrás de cada nazi había un liberal asustado. Y ahora, son esos mismos liberales los que pretenden que olvidemos para llevar el agua al molino de sus nuevos temores.
No me importaría especialmente quién tiene el poder para escribir la historia si no fuera porque su versión expulsa a las tinieblas el sacrificio de miles de europeos que no desmerecieron en noblez frente a los manidos muchachos de Dakota, Indiana y Oklahoma.
Este país, que no fue liberado en Normandía y que doce años después del desembarco vio pasearse la rubicunda sonrisa de Eisenhower por las calles de un Madrid atribulado y ceniciento al lado de un dictador sanguinario, este país, digo, vivirá en la paradoja mientras no cancele adecuadamente su historia. No se entiende que Soldados de Salamina fuera el libro más vendido hace unos años y que, sin embargo, su verdad más íntima haya calado tan poco.
Y eso que Miralles, el personaje de Cercas, aún tendría un 'pero' a los ojos de los republicanos que simboliza. Mariano Constante, un crío de veinte años en aquella época turbulenta, lo ha narrado: cuando Francia, en 1939, ofrece a los refugiados españoles la posibilidad de enrolarse en la Legión Extranjera, en el campo de Argeles se celebraron asambleas y, respetando la decisión de cada uno, se impuso como criterio mayoritario declinar la oferta del gobierno galo porque como excombatientes del Ejército Popular de la República, los españoles no podían aceptar la condición de mercenarios y luchar por un sueldo. Se integraron masivamente en los Batallones de Trabajadores Internacionales y fueron trasladados al norte para intervenir en la construcción de la Línea Maginot. La derrota aliada y la impetuosa irrupción de las columnas blindadas nazis obligaron a aquellos veteranos de Guadalajara y del Ebro a tomar nuevamente las armas y hoy es verdad cada vez más aceptada que su experiencia aportó una providencial serenidad en la debacle general.
Algunos, los menos, fueron repatriados con los ingleses en Dunquerque y tiempo después darían con sus huesos en un maladado desembarco en Noruega cubriendo, otra vez, la retirada. Otros escaparon al interior de Francia y destacaron en la organización de la Resistencia. Pero un nutrido grupo cayó prisionero y hubo de protagonizar la, quizás, más terrible historia que cupo en suerte a los españoles en el siglo XX.
Internados en Mauthausen, los roter spanien debían ser exterminados en lo que se conoció como Operación Noche y Niebla. Trabajando y muriendo en la cantera, sin estatuto político ni gobierno que los reconociera, solo los judíos, y más tarde los rusos, fueron objeto de peor trato que ellos. Y, empero, aquellos jóvenes, a los que al contrario que a los americanos la vida les negaba el derecho a encarar la muerte con un semblante de alegre confianza, no se rindieron. Condenados al peor infierno creado por el hombre, al poco de llegar ya organizaban el primer acto de protesta colectivo y ante el estupor de sus guardianes impusieron, en cerrada formación, un minuto de silencio por la muerte del primer caído.
Boix, el fotógrafo de eterna sonrisa adolescente que rayó a la altura de Capa, estuvo allí. Él fue el único español en Nüremberg y ni su menguada figura atormentada por dos guerras, ni su nervioso francés apresurado, son capaces de mermar la dignidad de su porte alzándose en el banquillo para señalar a los verdugos.
Pero no fue el único. Los españoles organizaron la resistencia clandestina y lo que llamaron Aparato Militar Internacional, el AMI, que operó bajo el mando de un jacetano formado en la Academia Militar de Zaragoza, el comandante Malle Julvez.
En este país no se conoce suficientemente un dato: Mathausen no fue liberado. Cuando el coronel Seybl, el oficial americano que comandaba la columna, llegó al campo de exterminio, se topó con las imágenes pavorosas que esperaba encontrar, pero halló también a unos hombres famélicos, semidesnudos, de mirada febril y con el cráneo acribillado de mataduras, desplegados a lo largo del Danubio en escalonamiento defensivo y a uno de ellos que con una solemnidad entre trágica y patibularia, le hacía formal entrega del campo y de un tesoro: un recio puente tendido sobre el río que permitía el paso de los blindados. Toda la noche anterior, el AMI, precariamente armado, había defendido aquel puente repeliendo a los S.S. que intentaban su voladura.
Constante, con cierta perplejidad, insiste en el empeño de Malle por preservar el puente. Confieso que a mí también me inquietaba esa fijación obsesiva, pero creo hallarle una explicación desoladamente humana. Malle Júlvez era un hombre de la 43 División, la Pirenaica, que tras defender la Bolsa de Bielsa con el frente aragonés desmoronado, se replegó a Francia y se reincorporó al Ejército Popular en plena Batalla del Ebro. La 43 estaba en el alto de Caballs, frente a Gandesa, cuando la artillería franquista realizó uno de los más intensos bombardeos de nuestra contienda y, retirado el V Cuerpo de Ejército, aún volvió a repasar el Ebro para colaborar en el repliegue del XV. No es disparatado imaginar que en la madrugada del 15 al 16 de Noviembre de 1938, Malle Júlvez viera el resplandor de la voladura del puente de Flix que Tagüeña había ordenado dinamitar. Y estoy persuadido que para Malle Júlvez, aquella detonación, el postrer acto de la batalla, sonó como el final lapidario de la guerra. Siete años más tarde, a las orillas de otro río tan lejano del suyo aragonés, defender un puente era mostrarle los dientes a la historia y retenerlo, una revancha frente a un destino de derrotas, cobrada en nombre de los muertos.
Ni Malle, ni Boix, ni Ponzán, ni Tagüeña, ni tantos miles como fueron, estuvieron en las celebraciones de Caen. Su memoria no parece preocupar a los nuevos 'bolonios' que reescriben la historia. No importa; si Normandía está llamada a ser un mito europeo, estará, como Itaca, cuajada de playas ignotas a las que arribaremos todos como Ulises, aparentemente sin memoria, pero con el viaje cumplido. Los impíos filósofos cortejarán a Penélope que les entretendrá en tejer y destejer la historia. Nosotros sabremos el nombre de los nuestros.
JESÚS RODRÍGUEZ RUBIO. MIEMBRO DE INICIATIVA CIUDADANA
La Historia es un juez venal; si no no se entendería que la escriban los herederos intelectuales de los canallas que mediados los años treinta veían en Musolini al hombre de moda y se sentían íntimamente seguros y regocijados con Hitler en el poder y un grupo de militares asfixiando la legalidad republicana en España.
Los fascistas no surgieron por generación espontánea. Como señaló un autor que tuvo que soportarlos, detrás de cada nazi había un liberal asustado. Y ahora, son esos mismos liberales los que pretenden que olvidemos para llevar el agua al molino de sus nuevos temores.
No me importaría especialmente quién tiene el poder para escribir la historia si no fuera porque su versión expulsa a las tinieblas el sacrificio de miles de europeos que no desmerecieron en noblez frente a los manidos muchachos de Dakota, Indiana y Oklahoma.
Este país, que no fue liberado en Normandía y que doce años después del desembarco vio pasearse la rubicunda sonrisa de Eisenhower por las calles de un Madrid atribulado y ceniciento al lado de un dictador sanguinario, este país, digo, vivirá en la paradoja mientras no cancele adecuadamente su historia. No se entiende que Soldados de Salamina fuera el libro más vendido hace unos años y que, sin embargo, su verdad más íntima haya calado tan poco.
Y eso que Miralles, el personaje de Cercas, aún tendría un 'pero' a los ojos de los republicanos que simboliza. Mariano Constante, un crío de veinte años en aquella época turbulenta, lo ha narrado: cuando Francia, en 1939, ofrece a los refugiados españoles la posibilidad de enrolarse en la Legión Extranjera, en el campo de Argeles se celebraron asambleas y, respetando la decisión de cada uno, se impuso como criterio mayoritario declinar la oferta del gobierno galo porque como excombatientes del Ejército Popular de la República, los españoles no podían aceptar la condición de mercenarios y luchar por un sueldo. Se integraron masivamente en los Batallones de Trabajadores Internacionales y fueron trasladados al norte para intervenir en la construcción de la Línea Maginot. La derrota aliada y la impetuosa irrupción de las columnas blindadas nazis obligaron a aquellos veteranos de Guadalajara y del Ebro a tomar nuevamente las armas y hoy es verdad cada vez más aceptada que su experiencia aportó una providencial serenidad en la debacle general.
Algunos, los menos, fueron repatriados con los ingleses en Dunquerque y tiempo después darían con sus huesos en un maladado desembarco en Noruega cubriendo, otra vez, la retirada. Otros escaparon al interior de Francia y destacaron en la organización de la Resistencia. Pero un nutrido grupo cayó prisionero y hubo de protagonizar la, quizás, más terrible historia que cupo en suerte a los españoles en el siglo XX.
Internados en Mauthausen, los roter spanien debían ser exterminados en lo que se conoció como Operación Noche y Niebla. Trabajando y muriendo en la cantera, sin estatuto político ni gobierno que los reconociera, solo los judíos, y más tarde los rusos, fueron objeto de peor trato que ellos. Y, empero, aquellos jóvenes, a los que al contrario que a los americanos la vida les negaba el derecho a encarar la muerte con un semblante de alegre confianza, no se rindieron. Condenados al peor infierno creado por el hombre, al poco de llegar ya organizaban el primer acto de protesta colectivo y ante el estupor de sus guardianes impusieron, en cerrada formación, un minuto de silencio por la muerte del primer caído.
Boix, el fotógrafo de eterna sonrisa adolescente que rayó a la altura de Capa, estuvo allí. Él fue el único español en Nüremberg y ni su menguada figura atormentada por dos guerras, ni su nervioso francés apresurado, son capaces de mermar la dignidad de su porte alzándose en el banquillo para señalar a los verdugos.
Pero no fue el único. Los españoles organizaron la resistencia clandestina y lo que llamaron Aparato Militar Internacional, el AMI, que operó bajo el mando de un jacetano formado en la Academia Militar de Zaragoza, el comandante Malle Julvez.
En este país no se conoce suficientemente un dato: Mathausen no fue liberado. Cuando el coronel Seybl, el oficial americano que comandaba la columna, llegó al campo de exterminio, se topó con las imágenes pavorosas que esperaba encontrar, pero halló también a unos hombres famélicos, semidesnudos, de mirada febril y con el cráneo acribillado de mataduras, desplegados a lo largo del Danubio en escalonamiento defensivo y a uno de ellos que con una solemnidad entre trágica y patibularia, le hacía formal entrega del campo y de un tesoro: un recio puente tendido sobre el río que permitía el paso de los blindados. Toda la noche anterior, el AMI, precariamente armado, había defendido aquel puente repeliendo a los S.S. que intentaban su voladura.
Constante, con cierta perplejidad, insiste en el empeño de Malle por preservar el puente. Confieso que a mí también me inquietaba esa fijación obsesiva, pero creo hallarle una explicación desoladamente humana. Malle Júlvez era un hombre de la 43 División, la Pirenaica, que tras defender la Bolsa de Bielsa con el frente aragonés desmoronado, se replegó a Francia y se reincorporó al Ejército Popular en plena Batalla del Ebro. La 43 estaba en el alto de Caballs, frente a Gandesa, cuando la artillería franquista realizó uno de los más intensos bombardeos de nuestra contienda y, retirado el V Cuerpo de Ejército, aún volvió a repasar el Ebro para colaborar en el repliegue del XV. No es disparatado imaginar que en la madrugada del 15 al 16 de Noviembre de 1938, Malle Júlvez viera el resplandor de la voladura del puente de Flix que Tagüeña había ordenado dinamitar. Y estoy persuadido que para Malle Júlvez, aquella detonación, el postrer acto de la batalla, sonó como el final lapidario de la guerra. Siete años más tarde, a las orillas de otro río tan lejano del suyo aragonés, defender un puente era mostrarle los dientes a la historia y retenerlo, una revancha frente a un destino de derrotas, cobrada en nombre de los muertos.
Ni Malle, ni Boix, ni Ponzán, ni Tagüeña, ni tantos miles como fueron, estuvieron en las celebraciones de Caen. Su memoria no parece preocupar a los nuevos 'bolonios' que reescriben la historia. No importa; si Normandía está llamada a ser un mito europeo, estará, como Itaca, cuajada de playas ignotas a las que arribaremos todos como Ulises, aparentemente sin memoria, pero con el viaje cumplido. Los impíos filósofos cortejarán a Penélope que les entretendrá en tejer y destejer la historia. Nosotros sabremos el nombre de los nuestros.
JESÚS RODRÍGUEZ RUBIO. MIEMBRO DE INICIATIVA CIUDADANA
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